Las recientes declaraciones de la ministra de Educación sobre denuncias de adoctrinamiento político a niños y niñas en contextos educativos, y la consecuente propuesta para presentar un proyecto de ley que podría sancionar a los adultos que promuevan este tipo de manifestaciones en las aulas, muestran con nitidez la forma en que las autoridades políticas, a cargo de la educación y la infancia en Chile, entienden el papel de los niños, niñas y adolescentes en el contexto de crisis social y política que afecta a nuestro país.
Lo que en apariencia parece ser un llamado a proteger y cuidar a los niños de la manipulación de los adultos “politizados” por el estallido social, es más bien un recurso comunicacional que busca inhibir los procesos de participación y diálogo en un momento político de cambios y tensiones que requieren, como nunca, la creación de espacios que promuevan la reflexión y el debate, entre distintas generaciones, como una forma de elaboración del malestar social.
El cuidado de los niños y el respeto de sus derechos fundamentales no se garantizan escondiendo las causas de la violencia estructural o eludiendo el conflicto que supone hablar del sufrimiento que está a la base de las protestas y manifestaciones sociales. ¿Qué hace suponer que los niños no comprenden el dolor acumulado en sus padres y abuelos como consecuencia de un sistema que se percibe como negligente y abusador? Como si los efectos del malestar producidos por la injusticia y la inequidad, pudieran ser desacoplados de las vidas cotidianas de niños y jóvenes, quienes sabemos, son testigos de las frustraciones de la generación que los antecede y, a la vez, transitan al margen de la historia oficial, sin espacios que los reconozcan como actores sociales determinantes en las transformaciones que hoy se requieren.
Lamentablemente, desde la visión de las autoridades, niños y jóvenes deben ser marginados del debate social y político pues se les expone a situaciones para las cuales, supuestamente, todavía no se encuentran preparados. ¿Lo están los adultos? Si examinamos la manera en cómo se ha manejado la crisis, me parece legítimo preguntarse si los adultos han estado a la altura de resolver el conflicto haciendo uso de herramientas deliberativas y democráticas que permitan el restablecimiento del bien común y la convivencia. Uno esperaría una cuota de sabiduría para interpretar y actuar frente a la crisis. Por el contrario, nos hemos encontrado de frente con el horror y la violencia de un Estado que ha buscado justificar la acción de la fuerza desmedida, condicionando el respeto de los derechos fundamentales y la dignidad de los ciudadanos.
El discurso del adoctrinamiento, deniega el contexto social y político de crisis, sus causas y los efectos de este nuevo escenario. Se niegan las violaciones a los derechos humanos, ejercidas por parte de agentes del Estado contra niños y niñas, y sobre las que no existe una clara posición de rechazo, menos una reflexión, por parte de instituciones que tienen la tarea de liderar las políticas públicas en materia de infancia. En lugar de eso, la violencia aparece indiferenciada, recubierta de un discurso superficial, que termina por responsabilizar a las familias de exponer a los niños a situaciones de riesgo. El cuidado de la niñez recae en forma individualizada sobre el grupo familiar sin referencia a un sostén que pueda actuar desde lo comunitario y lo social.
El rol del adulto, los padres o profesores, queda reducido al tutelaje de actividades e ideas que pueden afectar la experiencia de los niños. De esta forma se instala una visión de infancia vulnerable, dependiente e incluso incapaz. La consigna que invoca proteger a la infancia en el contexto de crisis social ubica al otro en el lugar de la amenaza y conlleva a instalar la idea que hay que mantener en una cuarentena permanente a niños y jóvenes ante los potenciales peligros del entorno.
El discurso del adoctrinamiento promueve la sospecha y la desconfianza sobre el legítimo deseo de participar, encontrarse y dialogar con otros. Para la institucionalidad la idea de niño o de joven como sujeto político y ciudadano, es decir, como un sujeto que participa activamente en la construcción de la sociedad resulta amenazante y levanta resistencias. La participación no se opone a la protección, son parte de un continuo que el discurso de la Ministra intenta desarticular y oponer.
Participar es una forma de cuidar, ya que permite que niños y jóvenes desarrollen una relación al otro desde el respeto y el reconocimiento de las diferencias. A su vez, brinda la posibilidad de cuestionar las dinámicas de poder que se producen entre niños y adultos, la mayoría de las veces silenciadas y naturalizadas, y que instalan una serie de descalificaciones sobre la capacidad de los niños de ser artífices de los cambios en sus entornos cotidianos. Participación significa confianza, escucha y empoderamiento. Mientras que la idea de protección que propone el discurso institucional es tutelaje, control y segregación en un mundo que se percibe como riesgoso.
El cuidado de los niños, niñas y adolescentes requiere que los adultos y, particularmente las autoridades, entiendan que su responsabilidad comienza por reconocerlos como sujetos en igual dignidad. Promover en lugar de prohibir es la mejor consigna para desarrollar espacios democráticos que permitan dar lugar y reconocimiento a las preguntas, demandas y propuestas del 24% de la población de nuestro país.