Reflexiones sobre la Contingencia Actual desde las Ciencias Sociales

La realidad de los conflictos ficticios

La realidad de los conflictos ficticios

Los conceptos de “conflicto real” y “conflicto ficticio” pertenecen al sociólogo alemán Lewis A. Coser y aparecen en su libro de 1956 “Las funciones del conflicto social.” Su idea, novedosa para su época, era que el conflicto cumple funciones positivas para el mantenimiento del orden social, en controversia directa con los enfoques marxistas y funcionalistas-estructurales clásicos. Para los primeros, el conflicto contiene un potencial de transformación social revolucionaria, mientras que, para los segundos, este es una enfermedad social que se debe remediar. Coser, en cambio, consideraba que el conflicto es una relación tan social como un acuerdo o un ritual. Desde su perspectiva, en el conflicto se crean relaciones de profunda dependencia entre los rivales en disputa y se hace muy fuerte la solidaridad de los grupos que entran en dicha relación. Lejos de desintegrar la sociedad, el conflicto asegura la solidaridad entre los miembros de la misma sociedad. Pero, para que el conflicto cumpla esa función, se deben cumplir algunos requisitos. El más importante de ellos es que los conflictos deben ser “reales.”

Para Coser, un conflicto es “real” cuando (1) este ha surgido entre varias alternativas equivalentes como un “medio” para alcanzar un fin que trasciende la situación existente y (2) cuando la situación que mueve al conflicto es distinguida con relativa “claridad” y es considerada ilegítima explícitamente para al menos una de las partes en disputa y reconocida total o parcialmente por la contraparte. El conflicto es “ficticio”, en cambio, (1) cuando este es un “fin” en sí mismo y (2) cuando está motivado por una multitud de causas indirectas y “difusas”, como hostilidades reprimidas, malestares generales o descargas emocionales apasionadas en cualquiera de las partes en disputa.

Más allá de la poco afortunada distinción escogida por Coser entre realidad y ficción, hay en ella una ventaja interesante para nuestra situación actual. Por un lado, evita caer tanto en el catastrofismo de quienes consideran perjudicial al conflicto, como también en la exagerada expectativa de que este anuncia una inevitable y radical transformación social. Por otro lado, permite preguntar por las razones que motivan el conflicto y también buscar las alternativas posibles de seleccionar.

Lo primero que debemos hacer es destacar que en la situación actual del país se presentan por doquier ambos tipos de conflicto y estos difieren en sus respectivas intensidades y duraciones, pero también en ocasiones convergen en una misma reclamación. A veces como dos caras de una moneda que no pueden ni quieren verse frente a frente, y a veces como una sola voz. La tarea de analizarlos es, por tanto, difícil y dicha dificultad puede alimentar la tentación de dejarse llevar por uno solo de sus lados.

El lado real del conflicto es el de un movimiento de protesta que demanda explícitamente contra la ilegitimidad de normas sociales fundamentales frente a un gobierno que reconoce a regañadientes, explícita o implícitamente, estas demandas. Fuimos testigos de que, a poco tiempo del estallido, el movimiento ya estaba en condiciones de ofrecer opciones concretas de salida al conflicto –algunas más radicales que otras– esperando que el gobierno reconociera estas demandas o las tradujera a sus propias posibilidades. La tardía respuesta de este último hace pensar que su imagen fue y sigue siendo en parte la de un conflicto ficticio. Prueba de ellos es su mea culpa por errores “pasados” propios y de los gobiernos previos, reconocer ofensas “posibles” de sus ministros, o achacarle a la ciudadanía el carácter “emocional” e irracional de sus demandas. Para el gobierno, demandas como una asamblea constituyente, una profunda reforma a los sistemas de previsión social y mejoras sustantivas en los mecanismos de movilidad social no son “reales” en el sentido de Coser.

El lado ficticio del conflicto, por su parte, es el de la protesta que descarga su hostilidad con violencia contra personas u objetos (cosas o símbolos) que no están en posición de responder demandas ni peticiones. El conflicto deviene entonces fin en sí mismo. Las frustraciones reprimidas encuentran una válvula de escape en la consumación de un acto violento emocional y momentáneamente emancipador, hasta que se cae en cuenta que la persona o el objeto agredido no es responsable directo del malestar y que la hostilidad nunca se apaga. Este parece ser, y seguir siendo, el lado “real” del conflicto para el gobierno. No es casualidad entonces que se haya puesto en primer lugar de la estrategia a la “paz” y la “seguridad”, y solo después de una semana de incertidumbre, y militares en las calles, se haya respondido tangencialmente con algunos accesorios de lo que demanda el movimiento social.

El resultado es evidentemente un conflicto de segundo orden o un metaconflicto. Es decir, un conflicto sobre el conflicto mismo. Por curioso que parezca, es una manera bastante normal de los gobiernos para afrontar crisis de legitimidad. Lo que se produce en estos casos es que la respuesta a la demanda explícita se hace esperar, no se define el plano en el que se ubicarán los sistemas sociales alternativos que pueden canalizar el conflicto y el gobierno busca institucionalizar la demanda del movimiento como ficción (“no es prioridad de la gente”) y se deslegitiman inclusive las, antes legítimas, encuestas de opinión. La apuesta es dejar que pase el tiempo para que se produzca el desgaste en el movimiento y que, por pura inercia, todo vuelva a la “normalidad.”

En un escenario así se reduce muchísimo el espacio para alternativas al conflicto como el diálogo o la deliberación, pues estos se hacen incómodos e ineficientes. El que debe actuar (el gobierno) trata de consumir la energía del movimiento, exigiendo pruebas de que el conflicto es “real” o que sus representantes ad hoc son legítimos. En el ínterin, los colectivos –especialmente aquellos que demandan para sus miembros un compromiso de valor que incluya la mayor cantidad de aspectos de su personalidad– comienzan a ceder a la entropía y a aumentar su frustración. De dicha frustración al conflicto ficticio hay pocos pasos. El gobierno, en cambio, solo demanda a sus miembros el cumplimiento de roles burocráticos funcionales y puede inclusive darles libertad de mostrarse a favor del adversario, en tanto nadie tome decisiones sobre esos juicios.

La apuesta burocrática del gobierno es evidentemente más “económica” de ejecutar que la de grupos que deben mantenerse en “movimiento”, pero los riesgos son muy altos y no sería extraño que no se hayan considerado seriamente. Detrás de un conflicto real hay voluntades con objetivos más o menos definidos y alternativas de restructuración social, pero en el conflicto en su forma ficticia pura, en cambio, hay solamente un Juggernaut dormido que, una vez que despierte, será imposible de contener. Lo más preocupante es que hay muy pocas señales para asegurar un buen destino a la estrategia actual del gobierno, pues, por primera vez en muchos años, este va corriendo detrás de una ciudadanía que ha comenzado a ejecutar sus propias alternativas de maneras más o menos espontáneas en cabildos e instancias similares, y ha comenzado a descubrir que siempre ha hablado en el lenguaje de la legitimidad, pero solo ahora puede ser escuchada.

Finalmente, quien quede aferrado a su propia ficción puede terminar siendo el gobierno y, de seguir sin atender al conflicto real que está golpeando a su puerta, no sería extraño que tenga que finalmente desecharla o quizá atesorarla –igual que el pinochetismo y su tesis de la guerra interna– como una frustración que en poco tiempo nadie más querrá recordar.-

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