El problema de los Residuos

El problema de los Residuos

Las grandes ciudades, como Santiago, conforman enormes organismos que devoran el territorio. Nuestra ciudad capital ocupa ya prácticamente todo el valle donde fue fundada. El humilde caserío surgido en 1541, tiene hoy una población que bordea los siete millones de habitantes, próxima a conformar una megalópolis en su inexorable avance hacia la región metropolitana de Valparaíso. Por cierto que esto tiene consecuencias, una de ellas es la generación de residuos.
Tradicionalmente, la ciudad ha dispuesto de los residuos o desperdicios en su margen, en el borde de la ciudad, allí donde los precios del suelo son más bajos, o, donde no existen grupos suficientemente numerosos o poderosos como para hacer escuchar su voz y detener ese proceso.

La comuna de Til-Til parece, en las últimas décadas, tener un especial atractivo para los clásicos NYMBYS, vale decir todo aquello que resulta molesto de tener en proximidad, pero que –ciertamente– tiene como destino este sufrido espacio territorial, rellenos sanitarios, relaves mineros, criaderos de cerdos y un largo número de otras actividades que nadie quiere en su patio trasero, encontrando su localización final en este espacio.

Aparentemente, la humildad de la economía del área, caracterizada por propiedades agrícolas de escasa productividad o pequeña agricultura familiar, permitió en su momento iniciar un proceso que, con los años, solo se ha incrementado. Es interesante observar cómo se actuó y se continúa operando sobre el espacio comunal como si se tratara de un territorio vacío.

Las autoridades aseguran proceder dentro del marco de la ley pero, sinceramente, este parece un argumento absurdo. No creo que ninguna persona cuestione la legalidad del proceder del Comité de Ministros: actúan en virtud de sus atribuciones y resuelven dentro del margen de sus facultades, pero pienso que la discusión es otra.

Es evidente la saturación del área, sólo se necesita recorrer la zona y la discusión termina; es evidente el altísimo costo que ha pagado la población local, y también resulta obvio que la decisión del mencionado comité solo viene a incrementar el precio que estos grupos humanos pagan solamente por vivir en el marco de la tierra que a muchos vio nacer y en la cual han estructurado su identidad.

No se puede tener todo; si el mercado continuará operando bajo la lógica de hierro que gobierne el crecimiento de nuestras urbes, entonces tenemos derecho a pedir que ello se haga en condiciones de mínima humanidad; debemos exigir que se haga en términos de un estándar civilizatorio mínimo. Vale decir, si debemos aceptar esa lógica como la válida (no comprometer el crecimiento económico o, como recordaba una columnista recientemente, la frase del ex presidente Frei Ruiz Tagle “en el país ningún proyecto de inversión se detendrá por consideraciones ambientales”), entonces debemos actuar en atención de los mínimos referidos.

Es necesario entender que existen equilibrios –cada vez más precarios– entre la calidad de vida de los grupos humanos y las actividades que se sitúan en el territorio, y que si ese equilibrio se rompe no hay espacio para la tolerancia, aunque esa tolerancia corra a esconderse tras los ropajes de la ley.

Siempre, siempre las consideraciones ambientales estarán por sobre los proyectos de inversión cuando esas consideraciones ambientales significan proteger la vida, la salud, el bienestar, la dignidad, la cultura y la identidad de las personas concretas. Lo otro, es una defensa ortodoxa de valores que, incomprensiblemente, pretenden seguir imaginando amplios territorios como zonas vacías disponibles para el sacrificio.

Si pretendemos seguir priorizando la conformación de ciudades extensas (en atención, por cierto, a consideraciones ideológicas como la alusión a que aquello se relaciona con un supuesto ejercicio y despliegue de la Libertad), entonces, por lo menos, actuemos sobre las externalidades de esa lógica.

La alternativa es clara: no se debe sacrificar más territorio ni comunidades, más bien se debe avanzar en propuestas que consideren fuertemente la innovación, tanto en los diseños de políticas públicas como en materia tecnológica. El obstáculo para ello no pueden ser los costos, pues ya estamos pagando el más alto: la vida y la salud de hombres, mujeres y niños, el fin de comunidades y sus modos de vida, la contaminación extrema de amplias zonas territoriales que –por lo demás– son susceptibles de acoger el crecimiento de la insaciable metrópoli.

Dicho esto, sólo queda trasladar la discusión al plano que corresponde, esto es la obligación que como país nos asiste de considerar seriamente las alternativas correctas. En este marco, los procesos de reciclaje se alzan como la fórmula adecuada. Los residuos no desaparecerán mágicamente, necesitamos considerar el tratamiento adecuado de los diferentes tipos que genera la actividad humana.

El punto es que ya no se trata de poesía, evitar el sacrificio de Til Til y de otras zonas –que seguramente no tienen la visibilidad que dicho municipio ha alcanzado por estos días– supone asumir las actividades de transformación de materiales (que no es otra cosa que el reciclar) como procesos industriales. Los residuos deben adquirir el carácter que efectivamente poseen, son insumos, metales, diversos tipos de polímeros, resinas, celulosa, que no pueden ni deben ser sepultados ni entendidos como basura.

Los residuos orgánicos son fuentes de calor y ese calor posibilita la generación de energía. Disminuir el ingreso de residuos a los rellenos sanitarios constituye un importante ahorro en los presupuestos municipales, acopiar y procesar de modo asociativo los residuos entendidos como materias primas es un camino de modernización en la gestión de los municipios.

Generar una conciencia colectiva de la importancia económica, ambiental y social de los procesos industriales de reciclaje contribuirá de modo eficaz a evitar el sacrificio territorial.

Esperamos más de nuestras autoridades, mucho más que la mera ostentación de aquello que les permite sus atribuciones.

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