Una verdadera contra-reforma

Una verdadera contra-reforma

El rector de la Universidad de Valparaíso, Aldo Valle, ha resumido respecto de la llamada reforma del sistema de educación superior, lo esencial: se trata hoy día de una contra-reforma. Es decir, no sólo no cambia mucho sino que consagra el sistema que supuestamente se esperaba transformar.

La oposición dejó al gobierno como rehén con su amenaza, no tan velada, de llevar la glosa presupuestaria de educación superior al Tribunal Constitucional para impedir un trato diferenciado entre las universidades estatales y diferentes instituciones de educación superior; es claro que la amenaza tuvo efecto y el gobierno no tiene ningún interés en una reforma profunda que aborde no solo el financiamiento, sino también el rol de las universidades en una propuesta de futuro del país. Lo que hoy tenemos no es lo que después de 10 años de movilizaciones la sociedad chilena planteaba, lo que muestra que en un Estado neoliberal es impensable que las elites políticas piensen en clave ciudadana.

No está demás repetirlo (con ocasión del fallo del Tribunal Constitucional expresé una crítica análoga): la denuncia de discriminación que realizan autoridades de instituciones de educación superior privadas para acceder a recursos del Estado puede ser legal –el hecho de que se haya estimado así en la ley de presupuesto lo muestra– pero no es legítimo. Y es más grave aún cuando cuenta con la anuencia de los sectores “progresistas” de la política chilena, que no pueden ni siquiera distinguir la diferencia entre universidades que fueron creadas por ley y otras que sólo son empresas.

Desde el año pasado se viene manipulando la idea del “derecho a la educación de los más vulnerables”, y con este argumento conseguir que las instituciones privadas puedan captar dineros del Estado por concepto de arancel; como esto ya ha sido concedido, se trata ahora de recibir aportes basales generando una trampa perversa, alimentada por un populismo de última hora. No es cierto que con esta estratagema se beneficie a los estudiantes, solamente; beneficia a las instituciones, es la expresión concreta de una máxima cultural que hemos construido en el Chile neoliberal: ganancias privadas, pérdidas públicas.

Uno de los principales atentados a la fe pública y al respeto por la ciudadanía es no decir las cosas por su nombre. La comunicación neoliberal construye realidad a través de un lenguaje ambiguo con ideas como que todo es público, haciendo desaparecer al Estado con su función de integración social. Todos nuestros derechos sociales básicos han sido trasladados a las empresas, a grandes corporaciones; el Estado solo puede estar presente donde la empresa no quiere estarlo. La empresa lo ha querido todo; ahora va por su siguiente presa, la educación superior.

Pasamos entonces de ciudadanos a clientes –ahora con derechos–, cuando por décadas los estudiantes de estas instituciones privadas fueron simplemente clientes que nutrían un sistema de mercado con regulación nula en lo económico (lucro) y exigencias mínimas de calidad. Clientes de empresas sin ética, sin derecho a reclamo ni a devolución del dinero por mala calidad del producto.

Una verdadera reforma habría debido comenzar por lo esencial: organizar una política de educación superior que reconociera de entrada el rol diferencial de las instituciones públicas –aquellas que non son propiedad de empresas o consorcios– en la obtención de recursos públicos para necesidades públicas y establecer con ellas un pacto y un rol en las políticas de desarrollo del país. Un estímulo estructural y estratégico a las Universidades del Estado habría sido no sólo una señal política verdaderamente transformadora –una verdadera reforma– sino que habría obligado a la “oferta” privada adecuar su estructura de negocio o simplemente abandonar el sistema. Eso no ha ocurrido; todo al revés.

Transferir recursos públicos a instituciones confesionales o simplemente empresariales sí es una discriminación arbitraria y abusiva. Porque esas empresas tienen su propio capital privado, se benefician del sistema de mercado de la educación que rige en nuestro país, no se encuentran reguladas por instancias contraloras y los recursos que recibirían aumentarían el capital privado; en fin, a diferencia de las instituciones verdaderamente públicas, el incremento de sus recursos por esta vía deja a los fondos del Estado sin más retorno que ofrecer una educación superior de carácter profesional –en el mejor de los casos–, muchas veces con complejidad y pertinencia nula.

Se dirá: esos recursos financiarán edificios, laboratorios, académicos, etc. Está muy bien, pero no pertenecerán al Estado chileno, sino a las empresas. ¿Cuánto han invertido realmente esas empresas hasta ahora en ofrecer educación de calidad y gratuita a estudiantes para que ellos no tengan que endeudarse? ¿A quiénes pertenece el capital acumulado de este modo?

Pero ya sabemos: el sentido común es el menos común de los sentidos.

Pongámonos de acuerdo. Al César (el Estado chileno y sus instituciones) lo que es del César (los recursos públicos).

Mientras las cosas no cambien de verdad –una verdadera reforma– seguiremos manteniendo los privilegios de algunos en perjuicio de los derechos de todos.

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