¿Qué nos enseña la observación de bebés a quienes trabajamos en infancia?

Lo nos enseña la observación de bebés a quienes trabajamos con niños

A partir del reciente Seminario de Observación de Bebés realizado por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, me interesa reflexionar sobre cómo una metodología que fue concebida para la formación de psicoanalistas nos permite interrogar un escenario de cuestionamiento a la situación de los cuidados a niños, niñas y adolescentes en contextos que, en principio, deberían ser garantes de sus derechos.

La observación de bebés es una metodología que permite una aproximación al desarrollo temprano de un niño a partir de la posibilidad de conocer su vida emocional circunscrita a la intimidad del vínculo que lo une a su madre y contexto. Desde esa perspectiva, nos invita a reflexionar, a quienes trabajamos en infancia, sobre la forma en que nos acercamos a la experiencia del otro. El método nos propone la importancia de escuchar y observar por sobre el hacer y el decir, cuestiones que son fundamentales para un encuentro humano, sin reducir o excluir la experiencia del otro.

Lo anterior es central para una reflexión sobre los sistemas y políticas públicas con foco en el cuidado, la crianza y la protección de los niños, ya que muchas veces en estos contextos se imponen modelos de crianza que no consideran o respetan las trayectorias, características y particularidades de cada niño y su familia.

La experiencia de observación nos propone no sólo algunas claves para mirar la situación de las infancias de nuestro país en relación al cuidado y la crianza circunscrita a la esfera familiar, también nos permite interpelar el rol de las instituciones en el cuidado de niños y niñas, así como del lugar de los profesionales que trabajamos cotidianamente en contextos que tienen la tarea de promover y proteger los derechos.

Este método nos recuerda, a quienes trabajamos con niños, que muchas veces nuestras teorías y preconcepciones nos vuelven ciegos a la experiencia del otro. Es más cómodo refugiarnos en nuestros saberes que generar una situación que permita un encuentro en donde el otro nos impacte emocionalmente con su fragilidad, pero también con su saber.

En muchos casos nuestra formación y las exigencias institucionales nos llevan a ver principalmente las incapacidades y carencias de los niños, sus cuidadores primarios y sus contextos de origen. Cuesta mucho reconocer que los niños y quienes están a cargo de su cuidado también son portadores de un saber popular que se teje en la cotidianidad de los vínculos. Por lo general, ese saber no suele ser tomando en cuenta por quienes trabajamos en estos contextos.

Reconocer el saber en el otro implica respetar el modo en que cada familia o comunidad se las arregla para hacer frente al desafío que implica la crianza y la educación. Esto supone, por parte de quien observa, una disposición y una actitud para conocer la forma en que cada cual responde a la labor de cuidar a un niño.

Estar dispuestos a reconocer nuestra propia falta de saber y permitir dejarse enseñar por otros no solo ofrece la posibilidad de conocer las soluciones que elaboran los niños y sus cuidadores, ayuda también a comprender que el cuidado no se reduce a un conjunto de prácticas sino que se trata de una trayectoria dinámica que se transforma cuando ayudamos a sostener interrogantes en quienes están encargados de la crianza para así pensar en ella como una labor que requiere de un continuo ejercicio de reflexión.

Las instituciones y los sistemas de protección suelen ser ciegos a la particularidad de las trayectorias subjetivas de niños y niñas. Para la política pública, es más fácil definir estándares de calidad para la implementación del inmueble de una residencia de protección que brindar herramientas y condiciones para que las personas que trabajan y cuidan de los niños sean sensibles a las expresiones, muchas veces casi imperceptibles, del dolor que produce la ruptura de los vínculos y el desarraigo del territorio de pertenencia.

Preferimos describir lo nuevos, limpios y amplios que son las salas y los dormitorios de un hogar recién inaugurado, pero poco o nada se dice y conoce de la experiencia emocional de los que cuidamos. No deja de llamar la atención que el logro de la política pública en infancia quede expresado en la apertura de nuevos inmuebles, cuando lo que debería importarnos es si quienes habitan esos espacios son cuidados y se sienten tratados con dignidad.

La observación nos permite ver ahí donde se han naturalizado una serie de situaciones que hacen invisible el dolor y el sufrimiento de niños y padres. No podemos ser indiferentes al problema que representa la normalización de conductas, acciones y modos de relación que son expresiones de malestar que dejan de ser pensadas y contenidas.

Buena parte de los malos tratos y la violencia que se generan en contextos de protección son consecuencia de la incapacidad para ver los efectos de la separación afectiva y de prácticas que atentan contra la experiencia subjetiva del otro cuando se le priva de sus vínculos, de su historia y de la posibilidad de apropiarse de los espacios que habitan.

El trabajo con la infancia requiere de una actitud de disponibilidad permanente que pueda acoger diversas formas de sufrimiento. Por diversas razones desarrollamos mecanismos que nos protegen de vincularnos, afectarnos e involucrarnos con los niños y sus familias. No solo se trata de una pérdida de sensibilidad ante las dificultades, sino también la incapacidad para recibir lo que el otro nos ofrece de su experiencia emocional y del relato que ha construido sobre su propia historia.

Sostener un trabajo con la infancia requiere aprender a lidiar con las propias angustias que se producen en el encuentro con la experiencia del otro, particularmente, cuando esas experiencias están marcadas por el dolor, la injusticia y la incertidumbre. Quienes trabajamos con la infancia, ¿en qué medida estamos preparados para recibir el dolor inscrito en las historias de quienes acompañamos en diferentes contextos y territorios?

Los profesionales que trabajamos con las infancias debemos aprender que nuestra principal actividad, antes de resolver un problema, es la de escuchar, observar, analizar y pensar. En la observación el otro no es un objeto que busca ser capturado por una teoría o metodología particular. Al contrario, el otro es considerado ante todo un sujeto, independiente de su edad o desarrollo. Reconocer en el niño posee una intensa vida emocional y una capacidad para comunicarse tempranamente es una expresión concreta de la concepción del niño como un sujeto.

Finalmente, dos elementos que se desprenden de la observación y son relevantes para pensar el trabajo con las infancias. En primer lugar, el registro de la experiencia de observación como una posibilidad de inscripción y un ejercicio de memoria. Se trata de entender el registro como testimonio de la experiencia de un encuentro, como historia de la cotidianidad de los vínculos. En definitiva, una propuesta que va en el sentido opuesto al acto de controlar actividades o de documentar información relacionada a los antecedentes y diagnósticos que podemos encontrar en los informes, expedientes, carpetas o fichas, y que forma parte de las prácticas habituales de los sistema y programa de protección de la infancia. Observar no es registrar y describir, es dar lugar a lo que no se ve.

En segundo lugar, un aspecto clave y fundamental de esta metodología es la importancia del trabajo en equipo. La posibilidad de hacer frente a la intensidad de las experiencias emocionales que surgen de los encuentros con los niños y su familias, en diferentes contextos, se sostiene a partir del trabajo grupal y el intercambio de la experiencia de observación con los distintos miembros de un grupo de trabajo bajo la modalidad de un espacio de seminario o supervisión.

El grupo tiene la función de actuar como continente de las experiencias y metabolizarlas. La observación tendrá un poder de transformación de la experiencia en la medida que se entienda como una labor que nos implica subjetivamente, y que requiere de un trabajo grupal a través de los vínculos que construimos y sostenemos con otros.

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