Cuando a finales del siglo VII A. de C. el poder del Demos ateniense irrumpió en el gobierno de la polis, lo hizo en un contexto de distinciones patriarcales y clasistas impuestas por la autoproclamada “gente de bien”: aristois (varones aristócratas autodeclarados propietarios del bien de la virtud o areté) y oligois (varones oligarcas propietarios del bien de la riqueza). En ruptura constante con estas distinciones patriarcales de clase y sus efectos concretos, es que la Democracia se ha abierto paso hasta nuestros días en un movimiento bifronte de igualdad y de apertura a las singularidades.
De allí entonces que la actual rebelión del pueblo chileno haya evidenciado que el peor quiebre de nuestra Democracia, ocurrido entre 1973 y 1990, no puede ser superado mediante una mera transición gradual sin ruptura democrática efectiva. Solo tal ruptura democrática puede acabar con los cerrojos institucionales diseñados para perpetuar el modelo neoliberal actualmente impugnado.
No obstante lo anterior, que la democracia implique un movimiento de ruptura no significa asociarla con una violencia política constante. Ontológicamente, la ruptura democrática co-instituye a la realidad social en un proceso político continuo, aunque de intensidad variable (variación de intensidades que incluso matemáticamente es muy distinta a la noción de gradualidad).
La Democracia se ha sedimentado históricamente mediante heterogénesis irreversibles, pero generadoras de formas organizadas abiertas a la contingencia. Por ejemplo, desde los movimientos de ruptura democrática han emergido principios como el pluralismo y procedimientos como las elecciones universales que no pueden ser extirpados sin que la Democracia se extinga, pero esto no significa que baste el pluralismo y las elecciones universales para que la Democracia exista separada de sus heterogénesis rupturistas. Este énfasis ha caracterizado el compromiso de la izquierda chilena con la Democracia, y especialmente el de la Izquierda Revolucionaria antiestalinista asentada en el marxismo Libertario y más recientemente en el feminismo de clase (desde Rosa Luxemburgo hasta Marilena Chauí y Félix Guattari).
La Izquierda Revolucionaria y Libertaria chilena jamás ha buscado abolir principios como el de la representación y la delegación del poder, simplemente ha puesto en evidencia que dichos principios son insuficientes para sostener la Democracia en sociedades complejas, justamente lo contrario de las observaciones realizadas por el liberal-funcionalismo capitalista, según el cual sería la complejidad social tardomoderna la que impide llevar la democracia más allá de esferas evolutivamente especializadas en torno al medio simbólicamente generalizado del poder como representación, delegación, procedimiento y pluralismo ajeno a las singularidades reales.
El movimiento de ruptura que realiza a la Democracia en sociedades patriarcales y de clases como la chilena, proviene de la historicidad concreta, lo que también implica que sus determinaciones son reales e independientes de la observación, mas no por ello fijas o ajenas a los procesos temporales. De allí que la crítica libertaria a la gradualidad y a la idea de transición democrática no implica sostener que la ruptura se realice en un conjunto de momentos puntuales definidos por la violencia política. En Chile, hoy más que ayer, disponemos de evidencia sólida para probar que la gradualidad agrava la violencia política en vez de prevenirla.
Entonces, en una sociedad profundamente patriarcal y dividida en clases como la chilena, la ruptura es el alma de la Democracia. Concretamente, en el caso chileno, la ruptura democrática funciona como una interpelación constante a la capacidad del “modelo” para producir justicia, incluyendo la impugnación destituyente del orden patricio expresada hoy en la movilización social y en la acusación constitucional al Presidente Sebastián Piñera y el ministro Andrés Chadwick.
Pese a ciertas resonancias liberal-coloniales de la consigna “Por un Nuevo Pacto Social”, de ella se desprende una legitimidad radical para la citada acusación constitucional. Piñera y Chadwick no solo han bloqueado el nuevo pacto, sino que han faltado al indigno pacto anterior. Ese pacto transicional anterior -indigno y vulgar- dictaba: podremos ser gobernadas por tribunos serviles al neoliberalismo y al patriarcado, pero no por responsables políticos directos de las Graves Violaciones a los Derechos Humanos que fundan aquel neoliberalismo.
Hoy, cuando el “Nunca más” de la cultura política centroderechista chilena ha estallado en mil pedazos, la ruptura democrática es una condición para que se haga la voluntad antineoliberal del pueblo chileno. La ruptura democrática en Chile es entonces una condición para detener un nuevo quiebre de la Democracia montado en los persistentes cerrojos institucionales del quiebre anterior.