Suicidio de joven trans y la tiranía del modelo heterosexual

Suicidio de joven trans y la tiranía del modelo heterosexual

“Liceo de mierda, me colapsó”. Esa frase es parte de la carta que dejó escrita un joven de 16 años, para explicar las razones que lo llevaron, la semana pasada, a lanzarse del piso 11 del edificio donde vivía, agobiado por el bullying que sufría por parte de estudiantes y funcionarios del Liceo Sagrado Corazón de Copiapó.

El joven, cuyo nombre social era José Matías, habría sufrido acoso permanente por su identidad de género, ya que había iniciado su proceso de transición hacia la masculinización de su imagen.

Y aunque la Superintendencia de Educación de Atacama inició una investigación de oficio en contra del liceo, nuevamente nos encontramos ante una serie preguntas que siguen sin respuesta en nuestro sistema educativo: ¿tenía el colegio un programa antibullying operativo como obliga la ley? ¿se aplicaba alguna política de género y diversidad sexual en el liceo? ¿Alguien en ese liceo leyó y aplicó la Circular de Derechos de niñas, niños y jóvenes trans en el ámbito de la educación emitidos por el Ministerio y Superintendencia de Educación en 2017? ¿Se capacitó a docentes y funcionarios/as en el tema de las sexualidades no normativas para hacer un acompañamiento adecuado a este alumno y permear eso al resto del estudiantado?

No es un misterio para nadie que en la sociedad chilena sigue existiendo discriminación hacia las personas LGTBIQ+ (lesbianas, gay, transexuales, bisexuales, queer, intersexuales y personas no binarias) y que para muchas personas las identidades y deseos no heterosexuales son considerados como extraños, ajenos, diferentes, o incluso despreciables y antinatura.

De allí que la culturización y educación sobre estas temáticas se hace cada vez más urgente y necesaria en los colegios, sobre todo en el ámbito escolar, debido a las secuelas que deja, de por vida, el acoso en los niños y adolescentes LGTBQI.

Los datos son claros: Si la tasa de intentos de suicidio es de 4,6% en la población general, la cifra se eleva entre un 10% y 20% para las personas lesbianas, gay o bisexuales y a un 41% en las personas transexuales, o no conformes con su género (American Foundation for Suicide Prevention, 2017).

Esto evidencia que es un problema de salud pública. Sin embargo, hasta el día de hoy no existe una política pública transversal a nivel país en el ámbito de salud al respecto. Y en el ámbito educativo, existen planteamientos tan generales respecto del acoso escolar y anti-discriminación, que no tienen una bajada específica para que puedan ser efectivamente aplicadas ante la violencia hacia personas LGTBIQ+.

Aunque el propio Ministerio de Educación entendió la complejidad de las vivencias de las personas trans, al emitir dicha circular, ésta se vuelve letra muerta, un documento más que no obliga a colegios a estudiarla, compartirla, analizarla y trabajarla con toda la comunidad escolar.

Lo mismo pasa a nivel sanitario. Es muy relevante que en Chile se esté debatiendo para prohibir las terapias de reconversión sexual, pero no es suficiente sino se sigue avanzando hacia la despatologización tanto médica como social de las identidades trans y otras vivencias sexuales, para que instituciones, familias y grupos particulares dejen de promover y practicar violencias directas e indirectas hacia grupos y personas LGBTQI.

No podemos seguir con esta idea de avance y falsa igualdad -por la existencia de nuevas leyes y circulares- cuando en la realidad, esto se vuelve tema obligado cuando hay una tragedia: jóvenes asesinados/as o golpeados/as por su identidad de género o sus orientaciones sexuales, o niños/as que deciden terminar con su vida, porque no soportan el acoso de sus familias, colegios, vecinos/as y la violencia estructural de una invisibilización pública.

En la investigación Fondecyt que hemos llevado a cabo, vemos cómo estas violencias contra los/as adolescentes y niños/as trans y LGTBIQ suceden en del día a día y se basan en prejuicios y estereotipos que van, desde la “broma transfóbica” al insulto callejero, pasando por la discriminación velada. Pero además estos imaginarios también están anclados en políticas públicas, medios de comunicación, personeros/as políticos/as, y en la cultura general, lo que hace aún más compleja las vivencias de estas personas.

Estos prejuicios y violencias también, muchas veces, emergen en el trato directo de funcionarios/as públicos/as, en diferentes ámbitos como espacios educativos, policiales, de la salud, , laborales, municipales, entre otros. Pese a tener una Ley Antidiscriminación y una Ley de Identidad de Género se destaca la inexistencia de una política pública efectiva que garantice un trato igualitario independiente de la orientación sexual e identidad de género.

No podemos exigir que niños/as sean empáticos/as, sin prejuicios, sin estereotipos y que aprendan a tratar a sus pares con respeto, en igualdad y dignidad, si esto no pasa en el Estado y en las entidades -tanto públicas como privadas; si no promovemos un cambio cultural que solidifique una posibilidad de reconocimiento.

Eso no pasó con José Matías. Su madre indicó a la prensa que “siempre se sintió marginado, se notaba que con suerte tenía dos amigas en la sala (…) Pasaba muchas horas en el colegio. Muchas horas de exponerse a miradas, comentarios burlas. Eso se lo comió”.

El error está en mirar la homo, lesbo o transfobia como fenómenos individuales y psicológicos. Necesitamos un cambio cultural urgente que se impregne en los colegios y ese cambio parte por acciones concretas: educar a profesores y profesoras, funcionarios y funcionarias, directores y directoras sobre las diversas posibilidades de vivir la sexualidad, la identidad sexual y de género.

Y que las circulares del Mineduc se apliquen y dejen de ser letra muerta. Así se podrán ir erradicando las violencias tanto simbólicas como explícitas que reproduce la tiranía del modelo heterosexual y menos niños/as decidirán que no vale la pena seguir viviendo.

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