Una educación superior muy desigual

Una educación superior muy desigual

Casi 300 mil personas se inscribieron este año para rendir la Prueba de Selección Universitaria (PSU) lo que corresponde al número máximo de postulantes registrado en la historia de esta evaluación conformada por cuatro instrumentos de razonamiento cognitivo.

El alto interés no resulta difícil de explicar: tal como se ha evidenciado en diversas investigaciones, las chilenas y chilenos concebimos la educación superior como un medio para el posicionamiento social y laboral, dando lugar en las últimas décadas a un incremento progresivo de la demanda y oferta de servicios educativos.

De este modo, las y los estudiantes que enfrentan la PSU lo hacen con la expectativa de acceder a una plaza en alguna institución de educación superior. Pero no todos tendrán, realmente, la misma posibilidad de lograrlo. La existencia de este tipo de instrumentos se basa en la hipótesis (que no por poco explícita deja de ser esclarecedora) de que sólo una parte de quienes egresan de la enseñanza secundaria cuentan con las habilidades, aptitudes o competencias para continuar sus estudios universitarios o técnicos de manera exitosa.

Aun cuando se han implementado diferentes medidas en la última década para evitarlo, los resultados observados en la prueba no son equitativos. Así, una vez que se informen los puntajes para el presente período de admisión, seguramente volveremos a asistir al debate sobre la significativa desigualdad entre los puntajes alcanzados por los jóvenes en función de sus características socioeconómicas, algo que se asocia a la dependencia administrativa del colegio de egreso en cuarto año de enseñanza media.

También es necesario focalizar la atención en el proceso que continúa a la entrega de los resultados de la PSU: la postulación a instituciones que imparten educación superior, sea esta universitaria o técnica profesional. La mayoría de los análisis se centra en cómo se distribuyeron los puntajes PSU en función de diferentes variables (como la rama educacional de los colegios o la región de procedencia y género del postulante, por nombrar algunas) dejándose de lado el cómo operan los jóvenes una vez que conocen sus resultados. Este momento resulta tan relevante como el anterior, no solo por la cantidad de estudiantes involucrados sino también porque las diferencias entre qué y dónde estudiar se reflejan en la calidad de los procesos formativos y las condiciones de inserción laboral futuras.

Es necesario destacar que tanto algunas universidades como un amplio conjunto de centros de formación técnico profesional e institutos profesionales no presentan criterios claros ni comunes de acceso. De hecho, muchos no utilizan la PSU como un elemento para escoger estudiantes. En otras palabras, no todas nuestras instituciones de educación terciaria cuentan con un proceso estandarizado de selección de sus alumnos. Asimismo, como ya se ha enfatizado reiteradamente, la propia PSU perjudica a los estudiantes provenientes de contextos más vulnerables, replicándose en la educación superior la segregación ya observada en el sistema escolar, lo que genera instituciones de educación superior que captan estudiantes con un perfil socioeconómico característico.

Pese a que se han incorporado nuevas medidas para mitigar esta desigualdad, como la creación de una versión de la PSU de Ciencias orientada a estudiantes matriculados en colegios técnico-profesionales; el desarrollo del Programa de Acompañamiento y Acceso Efectivo a la Educación Superior PACE, que privilegia la trayectoria educativa del joven por sobre su rendimiento en la PSU para garantizarle una plaza en la educación superior; la creación en determinadas universidades de cupos para estudiantes provenientes de contextos sociales vulnerables; o la incorporación parcial de un sistema de gratuidad para los estudios de jóvenes que pertenezcan a familias con ingresos bajos, no es complejo comprobar que existen instituciones “para ricos” y otras “para pobres”.

Frente a este panorama, que nos muestra inequidad tanto en los resultados vinculados a la PSU como en la elección de estudiantes por parte de las propias instituciones de educación terciaria, es urgente que las universidades estatales cumplan su rol y evalúen críticamente sus políticas de admisión. A corto plazo, es necesario reformular tanto las políticas vinculadas a los cupos PACE (haciéndolo masivo y con instancias que faciliten el seguimiento de estos jóvenes) como a las vías de ingreso alternativas, las que –pese a toda la evidencia ya disponible– siguen dirigidas a jóvenes con un rendimiento destacado en la PSU (por ejemplo: sobre 600 puntos ponderados), limitando significativamente la posibilidad de incorporar en sus aulas a estudiantes de diversos contextos. A mediano y largo plazo, resulta evidente discutir sobre la pertinencia de las herramientas utilizadas actualmente para hacer la selección (algo que siempre habrá, mientras existan más postulantes que plazas). Eso es tema para otra columna.

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