Columna de opinión publicada en Ciper Chile

Adolescentes que se cortan: ¿una epidemia silenciosa?

Adolescentes que se cortan: ¿una epidemia silenciosa?

Una vez me dijiste que te hacías cortes
en los brazos para cortar las calles.
Querías que todos los autos se detuvieran
para escuchar lo que piensa la gente que camina.
El sonido imperceptible de una herida cuando cierra.

Juan Pablo Rodríguez, Norte-Sur, Shanghai (2015)

"Los cortes son emociones ocultas”. Así resume Paulina, santiaguina de 15 años, el sentido de sus cortes sobre los antebrazos. A 11.639 kilómetros de distancia, en París, Loane (17 años) me dice con una voz dulce pero con profunda convicción que a través de sus “scarifications” [cortes] “yo intentaba ocultar lo que sentía”, como si cortarse fuera una forma de expresar el sufrimiento sin hacerlo visible.

Durante las últimas décadas, los cortes superficiales sobre la piel se han transformado en el método más frecuente de autoagresión en la adolescencia y en un importante problema de salud pública. Se trata de prácticas que comienzan generalmente entre los 13 y 15 años, particularmente en mujeres. Estudios epidemiológicos internacionales muestran que entre 13-38% de la población adolescente se habría mutilado al menos una vez en su vida. En Chile, dentro del 4% de los adolescentes de Santiago que en 2009 reconocieron haber realizado una forma de comportamiento autoagresivo en el curso de la última semana, 56,2% declaró cortarse la piel. Desde fines de la década del 90’ y principios del 2000, se trata de un problema cada vez más frecuente en los servicios de salud, tal como reconoce el Dr. Gabriel Miranda, jefe del servicio de pediatría de un hospital de Santiago: “Yo diría que empecé a ver que los cortes eran importantes hace 10 ó 15 años. Antes era muy ocasional y eran sobre todo gestos suicidas. Hoy se trata simplemente de cortarse por cortarse”.

La imagen de un comportamiento que parece aumentar progresivamente hasta crear un efecto de “epidemia” interpela a padres, clínicos y profesores: ¿por qué infligirse una herida para responder al sufrimiento? “Recuerdo que los cortes me aliviaban”, afirma David, adolescente parisino de 15 años. ¿De qué te aliviaban exactamente?, le pregunto. “Del mundo. Me permitía evadirme, dejar de pensar”. Retengo la frase de David: “los cortes me aliviaban del mundo”. ¿Se trata entonces de eso? Digamos por ahora que sí: se trata de una herida para aliviarse del mundo. Ni más, ni menos.

Herir el cuerpo para no derrumbarse

Las autoagresiones son tal vez los comportamientos que producen mayor perplejidad entre los humanos. En los rituales de iniciación de diversas comunidades tradicionales, era común someter a los individuos a dolorosas mutilaciones para probar su capacidad de soportar las contingencias de la vida. Los cortes sobre la piel eran un medio a través del cual la sociedad integraba a sus miembros y la cicatriz representaba un testimonio de pertenencia, una transformación perdurable: el cuerpo se convertía en una superficie de memoria a través de la inscripción del dolor.

A diferencia de esos rituales públicos, en las sociedades occidentales contemporáneas las mutilaciones corporales adquieren una significación distinta. Nuestro sentido común asocia las prácticas de automutilación a un comportamiento adquirido por los medios de comunicación o por “contagio” de pares. Se trataría, para muchos, de un comportamiento que apunta a “llamar la atención” y manipular a las personas del entorno. A menudo padres y profesores se declaran perplejos frente a este tipo de comportamientos, quedando atrapados entre la incomprensión y la culpabilización, tal como relata Claudia, madre de una adolescente de 14 años: “Yo no podía entender lo que estaba pasando con mi hija. Cuando le vi los brazos quedé como paralizada, luego le grité ‘¡pero qué hiciste!’. No sabía qué hacer, una no está preparada para enfrentar algo así. Después no podía dejar de pensar que era mi culpa, ¿qué habré hecho mal?”. Para los adolescentes, en cambio, los cortes representan una herramienta que permite obtener una sensación de control sobre emociones que amenazan con desbordarlos. Violeta tiene 17 años y ha vivido durante los últimos cuatro en la calle o en hogares del SENAME. Ella reconoce haber encontrado en los cortes una “solución rápida” frente a “momentos de desesperación, rabia y tristeza”. “No era para matarme. Era una manera de aliviar el dolor emocional con el dolor físico, escapar a ese dolor con otro dolor”. Esta experiencia de alivio es también subrayada por Samantha, adolescente de 15 años que comienza a cortarse a los 13: “Sentía como una desesperación que tenía que descargar, y después del corte me aliviaba. Si alguien me preguntaba: ¿Cómo estai Samantha? - Bien, yo siempre estaba bien. Si yo tenía un problema, corte; pelea, corte. Después se transformó en mi solución para todo. Era un medio de sobrevivir y no derrumbarme”.

Desde un punto de vista histórico, las significaciones atribuidas a las prácticas de automutilación han sido diversas. Si bien las primeras publicaciones psiquiátricas sobre este fenómeno datan de mediados del siglo XIX con descripciones marcadas por la idea de “conductas parasuicidas”, es recién a partir de las décadas de 1960-1970 que los clínicos comienzan a definir los cortes superficiales sobre la piel (“self-cutting”) como un síndrome específico. De este modo, en los años 80’ se produce un nuevo modelo comprensivo que domina hasta hoy: la automutilación sería una estrategia de regulación emocional o cognitiva motivada por una tensión psíquica intolerable. Desde entonces psiquiatras y psicólogos han subrayado sus funciones catárticas (reducir una tensión o emociones desagradables como la angustia), reintegrativas (buscar sensaciones frente a sentimientos de vacío o disminuir síntomas disociativos) o expresivas (comunicar el sufrimiento y movilizar al entorno). Como resultado, la automutilación ha quedado en una posición indefinida entre simple respuesta al malestar subjetivo, síntoma de un trastorno mental, un trastorno en sí mismo o una forma de expresión del sufrimiento. Y si bien se trata de un fenómeno que presenta una fuerte asociación estadística con el intento de suicidio, para muchos adolescentes se trata –paradojalmente- de una forma de auto-ayuda. Catalina de 18 años me explica que “cuando me sentía emocionalmente estresada, me cortaba… era como si me hubiera tomado una pastilla para el estrés”. Incluso la automutilación puede cumplir una función anti-suicida: “me corto para calmarme y no pensar en pasar para el otro lado”, dice Carmen.

¿En qué sentido un ataque directo al propio cuerpo podría representar una forma de autoayuda? Catalina me cuenta que “si pasaba algo en mi casa, como una pelea, en lugar de seguir discutiendo, yo partía a encerrarme en mi pieza y me cortaba. […] Me cortaba para no producir problemas en mi casa o con mis amigos. Yo siempre he sido la mina feliz que anda tirando la talla. Cortarme era como evitar el blablabla sobre lo que sentía… era para pasar piola”. ¿Qué hay detrás de este “pasar piola” de Catalina? En primer lugar, el relato muestra que la automutilación puede llegar a ser un medio de gestión de la violencia: decido agredir mi propio cuerpo en lugar de reaccionar impulsivamente y agredir al otro. En este sentido, la automutilación puede ser entendida como una estrategia paradojal de autocontrol. En segundo lugar, el relato muestra que la automutilación no es solo un medio de restaurar un estado emocional o un medio de escapar de situaciones sociales conflictivas, sino también un modo de ocultar las emociones por vergüenza o temor a perturbar el orden de las interacciones o decepcionar a los padres: “no ser un cacho para mi familia”. En tercer lugar, cuando los otros significativos fallan al responder o comprender los problemas personales, o cuando otras formas menos extremas de comunicación (hablar, llorar) son percibidas como ineficientes, los adolescentes pueden llegar a pensar que la manera más eficaz de que los demás reconozcan su sufrimiento es comunicándolo de una manera muy concreta, visible y dramática: cortes.

La metáfora del contagio

Son conocidos los episodios de contagio que se producen en ciertos contextos institucionales: hogares de menores, unidades de hospitalización, prisiones, colegios. ¿Qué pasaba en el SENAME que casi todas las niñas se cortaban?, le pregunto a Violeta. “No sé, de repente una se encerraba en el baño y con cualquier cosa que encontraba se cortaba. Yo creo que era contagioso, porque ahí están todas locas. […] Era algo tan cotidiano que nadie lo veía como algo extraño, las tías estaban acostumbradas a ver cabras que se cortaban. Y entre las cabras era lo mismo. Y al final las niñas lo hacían cada vez más, estaban cada vez peor”. La banalización de los comportamientos autoagresivos los transforma en parte de la sub-cultura institucional, manifestándose incluso como marcas que pueden ser utilizadas para crear lazos de pertenencia. En otros contextos, como la prisión, las automutilaciones pueden ser estrategias de resistencia frente a situaciones de violencia extrema o un recurso para ser reconocido como un sujeto que necesita cuidados de salud.

Pero la metáfora del contagio adquiere mayor fuerza cuando las prácticas de automutilación obtienen visibilidad mediática, particularmente a partir de los años 90’ en Estados Unidos. En adelante la automutilación comienza a penetrar en el imaginario de la cultura popular, primero en la literatura y el cine, luego en Internet y series de televisión, transformándose en un objeto pop a través de testimonios de famosos como Johnny Depp, Amy Winehouse, Angelina Jolie o la princesa Diana.

Fuente: Whitlock et al. (2009) Media, the internet, and nonsuicidal self-injury.

Recuerdo que cuando era adolescente estaba de moda el grupo Linkin Park. En aquella época balbucéabamos la canción Crawling (2000) sin ser muy conscientes de lo que su letra condensaba: “Crawling in my skin/These wounds they will not heal/Fear is how I fall/Confusing what is real […] This lack of self-control I fear is never ending” [Arrastrándose en mi piel/Estas heridas no sanarán/El miedo es la causa de mi caída/Confundiendo lo que es real […] Esta falta de autocontrol, me temo que nunca terminará]. Era también la época en la que por primera vez nos enterábamos que algunos de nuestros amigos/as se hacían cortes en los brazos. Luego el fenómeno comenzó a adquirir un valor simbólico como forma de expresión del sufrimiento entre una población cada vez más amplia y ser asociada a una particular estética del malestar. ¿Cómo explicar esta acelerada difusión? Algunas hipótesis señalan como responsables a la violencia (bullying), estrés y competencia a los que se ven enfrentados niños y adolescentes en el contexto escolar contemporáneo. Camille es una adolescente francesa de 14 años que sueña con ser músico profesional. Sus automutilaciones comenzaron cuando su padre aumentó la presión por un mayor rendimiento en el colegio y en el conservatorio: “yo estaba super estresada porque tenía que ser la mejor en todo. Cuando no lograba ser lo suficientemente buena, los cortes eran una forma de castigarme, y cuando estaba triste eran un medio para aliviarme”. Cuando Camille no logra “estar a la altura del ideal”, los cortes emergen como respuesta. Otras hipótesis sostienen que la generación actual de adolescentes tendría mayores dificultades para regular las emociones, enfatizando la menor presencia de los padres en el contexto familiar.

Sin duda la hipótesis que más circula actualmente es aquella que pone el foco en la influencia contagiosa de los pares, las subculturas juveniles y los medios de comunicación. Marcelo tiene 14 años. A los 13 se cortó por primera vez como reacción al término de la relación con su polola -quien también se cortaba. En el momento del primer corte, Marcelo reconoce haber encontrado inspiración en el video clip de la canción ‘Fuckin’ Perfect’ de la artista norteamericana Pink. “Es estúpido, pero empecé a ver videos de canciones depresivas. Y ahí había una mina que se cortaba… y decía ‘perfecto’, y para mí fue como ‘oohh’. Y me escribí ‘perfecto’ aquí [muestra su antebrazo izquierdo], varias veces. […] Después me cortaba cada vez que me acordaba de mi ex polola… era más para dejar de pensar en ella y en otros problemas, para soportar la tristeza”.

Internet y el contagio por ballenas

Una de las ventajas del ciberespacio es que permite compartir testimonios y confesiones manteniendo en todo momento el anonimato. Esto puede ser particularmente atractivo entre quienes sufren una situación de malestar psicológico o aislamiento social. De hecho, los jóvenes que se automutilan tienden a participar más en actividades online en comparación a la población general. Muchos de ellos comparten sus experiencias y marcas corporales a través de textos, fotos o videos teñidos por una tonalidad melancólica. Marcela es administradora de una página de Facebook que agrupa a adolescentes que intercambian posteos y likes en torno a mensajes depresivos e imágenes de cortes. Ella define sus cortes como “gritos silenciosos” y argumenta que las redes sociales funcionan como grupos de apoyo para adolescentes que se sienten muy solos, generando un sentimiento de validación al compartir experiencias similares. Camille interpreta de manera distinta el rol de Internet. “Hoy basta con que alguien haya empezado a cortarse y lo comente en Internet para que todo el mundo piense que es una buena idea. El hecho de que uno tenga acceso a tantos medios de comunicación, Youtube por ejemplo, facilita este tipo de fenómeno”.

La última expresión de la mediatización de las prácticas de autoagresión es la controvertida serie de Netflix 13 reasons why y el fenómeno en línea conocido como la La ballena azul. Este último consiste en un conjunto de pruebas compartidas a través de Facebook o WhatsApp que deben ser realizadas a lo largo de 50 días. Las pruebas tienen una lógica progresiva: no hablar, no comer o dormir durante todo un día, realizarse cortes en la piel, pararse en un puente en un solo pie, caminar por una carretera. La prueba número 50 consiste en saltar desde el último piso de un edificio. Durante la realización de estas pruebas el adolescente debe contactarse con un administrador que seduce, amenaza y chantajea. Creado por un joven ruso de 21 años, quien declaró que mediante este juego “estaba limpiando nuestra sociedad”, La ballena azul es un “juego” que ha cruzado las fronteras para llegar a países como Colombia, Brasil y Chile.

Marisol es psicóloga en una escuela de una comuna del norte de la región metropolitana. En su trabajo cotidiano ella debe lidiar con problemas de maltrato, autoagresión o depresión. Durante la última semana profesores y apoderados se han acercado a preguntarle qué pueden hacer frente a la masificación de la ballena azul. “Los estudiantes dicen que el juego los desafía en relación a su propia noción de valentía, que esta sensación de desafío los provoca, que hay algo adictivo en lo ‘adrenalínico’ del juego y que habría algo del riesgo que resulta muy atractivo. Ellos dicen que el juego generaría cierto reconocimiento social entre sus pares, porque el que se atreve es ‘valiente’, ‘bacán’ o ‘choro’. Para algunos, la sensación de no retorno atrapa e inmoviliza. Aquellos que lo miran con más distancia y sospecha, dicen que el juego permitiría expresar cierta emocionalidad negativa, que quienes se sienten más solos o tienen más problemas familiares se alivian por medio de este. El susto va acompañado por cierta atracción: ‘la muerte te atrae, te atrapa’. Esta atracción hacia al riesgo, la muerte, el desafío del peligro, son elementos que se muestran vivamente en la invitación al juego. Es como una búsqueda desesperada a ser reconocidos, precisamente intentando hacerse desaparecer a ellos mismos”. El relato de Marisol muestra que el juego está presente en la cultura adolescente de una manera mucho más significativa que lo que permiten suponer los pocos casos denunciados. Ella apunta además a dos elementos centrales de este fenómeno: experimentar hasta dónde se pueden correr los límites y alimentar una fantasía de omnipresencia por desaparición: el autosacrificio.

La confrontación a los límites permite a los adolescentes confirmar el valor personal en el doble sentido de la palabra: medir la valentía y el valor de una vida. Más que rupturas con el mundo, las conductas de riesgo constituyen una manera radical de aliviar un sufrimiento inyectándole intensidad a la vida y obtener reconocimiento. De este modo, llevado al extremo el riesgo constituye un juego simbólico con la muerte como recurso para restablecer el contacto consigo mismo y con los otros, atravesar un umbral de sentido para chocar con lo real. De ahí que muchos intentos de suicidio adolescente no sean verdaderas tentativas de terminar con la vida, sino de suspenderse de sí mismo: “dormir”, “dejar de pensar”, “desaparecer”, “borrarse”, detener la continuidad de situaciones insoportables.

Uno de los diagnósticos sociológicos que ha circulado recientemente a propósito de los comportamientos de autoagresión en adolescentes afirma que estos se asocian a un proceso cultural de “pérdida de referentes”, “desinstitucionalización” y “crisis de lo simbólico”. Esta forma de crisis moral de la sociedad, representada sobre todo por la fragmentación de la familia, se traduce fácilmente en un llamado nostálgico y conservador a restaurar las antiguas formas de autoridad. Este tipo de diagnóstico obtiene mucho eco en la prensa, probablemente por el tono apocalítico que transmite, pero desde un punto de vista antropológico sufre el problema de toda interpretación omnicomprensiva: dice mucho para no explicar nada.

En lugar de una interpretación totalizante, propongo interpretar el juego La ballena azul desde su lógica interna. Probablemente una de las principales características del juego reside en su carácter progresivo. Las distintas pruebas (3, 5, 14, 30…) mezclan conductas de riesgo, una escalada de comportamientos autoagresivos con prácticas que inducen ideación suicida. El resultado es que los adolescentes se ven atrapados en un juego de alta intensidad que los deja a un paso del intento de suicidio (“la sensación de no retorno atrapa e inmoviliza”, “la muerte te atrae, te atrapa”). Actualmente no existe consenso en torno a las relaciones entre prácticas de automutilación, intento de suicidio y suicidio. Uno de los modelos teóricos más influyentes al respecto subraya que la “capacidad adquirida para el suicidio” está asociada a una exposición repetida a acontecimientos dolorosos, dentro de los cuales los más significativos son los comportamientos de autoagresión. Esta exposición repetida se traduciría en una “habituación al dolor” que permitiría explicar la escalada en autoagresiones cada vez más severas. De hecho, los testimonios de adolescentes sugieren que la repetición de los cortes produce un efecto de analgesia corporal: se necesita de una estimulación cada vez mayor (cortes cada vez más profundos) para lograr el mismo efecto físico y emocional. “Cuando empecé a hacerlo –dice Marcela a propósito de sus cortes- me dolía demasiado y no podía. Después con el tiempo me dejó de doler. Creo que el problema es cuando no te duele, porque lo haces con mayor frecuencia. […] después se vuelve una adicción que a uno le cuesta mucho dejar”.

¿Cómo detener o prevenir este circuito autoagresivo? Es verdad que Internet podría exacerbar el riesgo de contagio de comportamientos de automutilación por medio de la identificación a personajes o imágenes de sufrimiento, fomentando una normalización de la autoagresión como una respuesta legítima frente al malestar. Sin embargo, en un contexto en que solo una pequeña proporción de adolescentes que se autoagreden busca ayuda y solo un 10% llega a los centros de salud, Internet no es solo parte del problema sino también una condición necesaria de la solución. Puesto que la vida cotidiana de los jóvenes está saturada por la omnipresencia de lo virtual, los recursos Web son herramientas de intervención muy útiles para prevenir estos comportamientos.

Los comportamientos de automutilación emergen y circulan en el mundo adolescente mucho antes de la llegada de la ballena. Estos comportamientos representan menos un deseo de morir que un juego con la materialidad de la carne, la localización del dolor y la sensación de estar vivo; ellos constituyen un modo individualizado de gestión del sufrimiento en un contexto social donde los marcos colectivos para mediar y expresar el malestar no parecen inmediatamente disponibles. Frente a esta precariedad de recursos (afectivos, familiares, escolares, sanitarios) la automutilación puede convertirse en una herramienta para sobrevivir y no derrumbarse. Si bien hemos sido capaces de iniciar –a medias- un diálogo social sobre el suicidio entre los jóvenes, aún no hemos aprendido a escuchar esos gritos silenciosos, el sonido imperceptible de una herida cuando cierra.

NOTA: Los nombres de los adolescentes y profesionales han sido cambiados para resguardar el anonimato de los testimonios.

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