Sobre peras y manzanas

Sobre peras y manzanas

Durante el periodo de vacaciones, ciertos medios de comunicación han publicado alguna editorial y dado espacio para que directores y rectores de universidades chilenas, la mayoría inspiradas en proyectos empresariales, denuncien la supuesta inequidad en el trato otorgado por el Estado a universidades agrupadas en el CRUCH, respecto de aquellas cuya naturaleza y origen se encuentran vinculados a iniciativas privadas. Se apela entonces a una equidad, ahora vuelta una palabra políticamente correcta, para que ese mismo consejo los integre con todas sus prerrogativas académicas y políticas.

Estas últimas instituciones forman parte, evidentemente, del sistema de educación superior chileno, desarrollado históricamente a partir de reformas producidas durante el régimen militar y vinculadas a un “modelo” ligado a la condición neoliberal en Chile. Sin embargo, ¿es suficiente esta condición de hecho para instaurar un reconocimiento de derecho que ponga en un mismo plano a instituciones de muy diverso tipo?

No parece suficiente esta constatación de hecho para validar una exigencia –o un eventual derecho– que pondría en un mismo plano a instituciones de muy diversa índole, denegando diferencias de fondo respecto de su relación al Estado, a la asignación de recursos y, sobre todo, a las características de su misión y de sus propuestas de desarrollo en el marco de las necesidades de la sociedad chilena. Por lo demás, parecería bastante exótico, por ejemplo, ver reunidos en una misma mesa a rectores que han llegado a ocupar esa investidura por sus méritos académicos (muchos de ellos sólo han podido acceder a sus cargos luego de una larga trayectoria que los ha llevado a la titularidad de sus puestos universitarios), que han sido elegidos por sus pares, y, por otra parte, rectores cuya evidente categoría de buenos empresarios no siempre convive con sus cualidades académicas. Asimismo, sería bastante extraño hacer convivir propósitos tan desiguales –de hecho y de derecho– como aquellos vinculados a la gratuidad, un tema sensible en el marco de las posibles transformaciones del sistema de educación superior chileno. ¿Podrían renunciar las universidades en cuestión a las prerrogativas que les ofrece un sistema de mercado para el desarrollo de sus propuestas formativas? ¿O viceversa? ¿Es posible entonces –y necesario– mezclar peras y manzanas? Parece que no.

Un reconocimiento como el exigido vendría a sepultar una diferencia de fondo: hay universidades denominadas complejas que no funcionan solamente como institutos profesionales que otorgan títulos y grados en función de lo que el ex presidente Piñera llamaba un bien de consumo, sino que desarrollan investigación, docencia y extensión en un marco normativo regulado por estatutos, que integran en mayor o menor medida procesos democráticos para la elección de sus autoridades. Existen otras, en cambio, cuya existencia –en algunos casos, sobrevivencia– depende muchas veces de un cálculo económico basado en una publicidad exitosa, de una matrícula suficientemente voluminosa y, finalmente, en la constitución de un cuerpo académico cuya vinculación institucional depende de la ecuación docencia/estudiante.

En segundo lugar, hay que pensar que el sistema de educación superior vigente se encuentra, si no en crisis, al menos en un proceso de transformación –por ahora, eventual– y cuya legitimación a través de reconocimientos masivos como el demandado, vendría a otorgarle a ese estado de cosas una validez política, ética, cultural, que precisamente el proceso en curso intentaría discutir, y eventualmente transformar, profundamente.

Integrar a universidades privadas –de diversa calidad y prestigio– en una agrupación como el CRUCH no sólo vendría a abolir las legítimas y necesarias diferencias que esta entidad inscribe públicamente –es la primera objeción señalada–, sino que implicaría –de hecho y de derecho– contribuir a consagrar para el futuro una realidad histórica –y actual– que precisamente requiere ser repensada críticamente.

Digamos al pasar que no parece casualidad o simple demanda de reconocimiento que la queja aludida se produzca en el inicio de un año donde la educación superior habrá de ser discutida –esperamos– en sus fundamentos políticos, culturales y de gestión académica. Menos aun que su difusión comience a producirse durante un periodo donde la ausencia de otras voces –como la de rectores del mismo CRUCH– no hace más que evidenciar la estrecha complicidad de algunos medios de comunicación, aliados en la defensa de la condición empresarial de la vida cultural de la que reclaman participar, con un propósito político unilateral.

Por último, uno podría preguntarse: ¿Por qué tardó tanto tiempo la intelligentzia –es un decir– neoliberal en apelar a una inclusión en un conjunto de instituciones cuya naturaleza ha sido hasta ahora tan menoscabada por la misma lógica política que instaló este estado de cosas? ¿Por qué no generaron las condiciones para que sus propias prácticas validaran de hecho una igualdad de derechos que esta queja expresa ahora tan agresivamente? Simplemente porque, fiel a su “espíritu”, interesa más la adquisición de privilegios que contribuyan a mantener el negocio funcionando que una propuesta que asuma los desafíos de equidad y calidad que inspiran los movimientos de transformación en curso. ¿Tiene sentido igualar entonces, en la noche neoliberal, a todos los colores de un espíritu caído en desgracia; o, si se prefiere, más prosaicamente, a peras y manzanas? Desde lo planteado, ciertamente no.

Estas razones, finalmente, no desconocen el hecho de que miles de estudiantes de universidades privadas realizan su formación en base a su trabajo y a la inversión económica, a menudo sacrificial, de familias y de los propios estudiantes. Tampoco que, en el escenario actual, existen instituciones privadas que comparten buena parte de los propósitos que las universidades del CRUCH realizan cotidianamente. Es más, sería absurdo considerar que las universidades llamadas tradicionales estén exentas de muchos de los vicios que han impregnado al sistema universitario en su conjunto. Es necesario, ciertamente, encontrar formas en que estas universidades, o institutos profesionales, se organicen en torno a sus demandas y proyectos, para que efectivamente no se desconozcan sus legítimos intereses.

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